Vivimos en una época en la que son cada vez más frecuentes artículos, series o documentales en los que el elemento estrella es la inteligencia artificial. Y en gran parte de ellos se analiza cómo de cerca están las máquinas en alcanzar la inteligencia del ser humano.
De hecho, uno de los exámenes más utilizados históricamente en este análisis, el Test de Turing, consiste en comprobar si seríamos capaces de distinguir una máquina de un ser humano en base a las respuestas a una batería de preguntas.
En la actualidad está totalmente asumido que un ordenador o máquina está dotado de inteligencia artificial cuando es capaz de abordar un problema para el cual una persona necesitaría de inteligencia para alcanzar su solución. Es decir, ya no es necesario que las respuestas nos las de un robot que simula graciosamente los gestos de una cara.
Ni siquiera es importante que la respuesta obtenida sea similar a la de podríamos dar cualquiera de nosotros, sino que dicha respuesta demuestre una alternativa inteligente a la tarea abordada. De hecho… ¿quién necesita imitaciones humanas cuando disponemos de miles de millones en su versión real?

Lo que resulta verdaderamente interesante es cómo consigue una máquina resolver un problema de manera inteligente. Necesita percibir o reconocer el entorno (información), razonar sobre las posibles soluciones (algoritmos) y decidir cuál es la solución más adecuada. En muchos casos además, tomando como base un aprendizaje previo o experiencia adquirida, tal y como nos manejamos los humanos a diario.
Esta es realmente la clave de la inteligencia artificial en la actualidad. Los métodos que están triunfando en un gran número de áreas (aunque no son los únicos) están englobados en lo que se conoce como Aprendizaje Automático (Machine Learning) y Aprendizaje Profundo (Deep Learning). Aunque no reconozcamos los términos, están conviviendo con nosotros mucho más de lo que podríamos pensar.
Por ejemplo, se encuentran en los sistemas de recomendación que nos proponen un libro o una serie en base a nuestra experiencia previa y la de otros usuarios. O bien en el reconocimiento de una cara en los nuevos smartphones.
Está presente en las evaluaciones de riesgo que hacen los bancos cuando pedimos un crédito, en las traducciones de textos y en numerosas transacciones realizadas en las bolsas de todo el mundo. La lista de aplicaciones es abrumadoramente grande, y las máquinas lo hacen realmente bien, tanto en velocidad como en los resultados.
Si hablamos de emociones, empatía, asertividad o de nuestras sensaciones, sin duda tenemos el primer puesto asegurado.
Cuando entramos en otro tipo de problemas, es probable que los ordenadores estén todavía muy lejos del ser humano. Si hablamos de emociones, de empatía, de asertividad, de nuestras sensaciones, sin duda tenemos ganado el primer puesto. Y, de nuevo, con la cantidad de opciones que tenemos a nuestro alrededor para el contacto humano, no parece que sea clave que una máquina se ría de nuestras bromas o nos anime cuando las cosas no van bien (esto no quiere decir que no se esté trabajando en ello).
Si pedimos a un ordenador que analice un texto en profundidad, nos haga una síntesis del mismo y saque sus propias conclusiones y propuestas, probablemente el resultado esté lejos de ser satisfactorio dado el grado de avance actual sobre estos problemas.

Hay espacio para ambas inteligencias y pueden ser sorprendentemente complementarias. Como ejemplo, en este vídeo se muestra un momento clave de una de las partidas en las que el software AlphaGo venció (por 4 a 1) al campeón mundial del juego Go. Algo impensable no hace mucho tiempo.
Aunque no entendamos a los comentaristas ni el juego, se puede entrever su sorpresa ante un movimiento que ellos mismos calificaron como “no humano”. La parte buena es que AlphaGo fue creada por un equipo de ingenieros, como el resto de métodos utilizados en inteligencia artificial. La inquietante es que la nueva versión AlphaGo Zero ha sido capaz de vencer por 100 a 0 a su hermano mayor. Sólo a partir de las reglas del juego y haciendo que aprendiera compitiendo consigo misma cuatro millones de partidas.
En mi opinión, la clave está en qué seremos capaces de aprender de nuestra propia creación.
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